Pocas veces hemos podido decir que atravesamos tres países en una sola etapa. Hemos dicho Ciao a la bella Italia y Dobro jutro a Eslovenia y Croacia.
Trieste tiene aires de enclave fronterizo, no hay duda. No es una ciudad italiana al uso. Su pasado de ciudad del imperio austro húngaro se deja notar en muchos de sus rincones. Pero no solo eso. Como hemos leído en algún lugar, Stendhal, en una visita a la ciudad en 1830, se sorprendió de los aires orientales que se respiraban en la zona del canal y es que en aquella época colindaba con el Imperio Otomano y recibía a inmigrantes de aquellas tierras. Para nosotros ésta es la verdadera puerta al Este que proponemos en el planteamiento de nuestro viaje, «Rumbo Este».
Además de esto, Trieste tiene fama de ser una ciudad muy cafetera. La conocida marca Illy es originaria de aquí. Y por lo que dicen, los triestinos toman el doble de café al año que el italiano medio y eso ya es mucho decir. Nosotros no nos hemos querido despedir de la ciudad sin probar uno de sus cafés en un lugar emblemático que quedaba justo al lado de donde teníamos la pensión, el café Stella Polar, el preferido, por lo que dicen, de Joyce.

Con esta despedida, que será un hasta pronto, hemos empezado a salir hacia Eslovenia. Por lo visto a Trieste le hemos caído bien y no quería dejarnos marchar. Para ello nos ha intentado retener a base de más de dos kilómetros de rampas con desniveles de infarto. Con las bicis cargadas como las llevamos no nos ha quedado otra que poner pie en tierra y subir como hemos podido.
Como os comentábamos ayer, estamos entre el Adriático y la meseta del Carso (Karst) y estos muy próximos entre sí. Eso quiere decir que hay que pasar del nivel del mar a más de trescientos metros en cuestión de cuatro o cinco kilómetros. De ahí las rampas. Al final hemos superado el escollo como buenamente hemos podido y hemos reemprendido la marcha a través de la carretera que une Trieste con Rijeka, ya con desniveles más comedidos. No obstante, toda la etapa ha sido un auténtico rompepiernas de subidas y bajadas que no nos ha dejado ni un momento de respiro.

Menos mal que el paisaje es bellísimo en esta parte. Lo primero son las vistas de la ciudad nada más subir al Carso. Se ve todo el golfo y cómo Trieste se derrama valle abajo con voluntad marinera.


Después, el resto del camino hemos venido disfrutado de un relieve kárstico de libro. No es de extrañar que la mayoría de los nombres usados para describir este tipo de fenómenos geográficos provengan de este lugar. Kárstico, dolina, poljé… son todas palabras derivadas del esloveno.

Lo que ocurre aquí es que toda la superficie de la caliza está exuberante de vegetación y a veces estas formaciones no son tan obvias como en los desnudos páramos castellanos, por ejemplo.
Así entretenidos, con un ojo puesto en el paisaje, el otro en los vehículos que nos adelantaban (más de los que nos hubiera gustado) y el alma empeñada en animar a las piernas para que subieran otra cuestecita más hemos llegado al otro lado de la Península de Istria. La primera visión de la bahía de Rijeka y el horizonte del golfo del Carnaro nos ha impresionado. Es lo que tiene subir, que con la altura ganas perspectiva. Una vez vista la costa, el final de la etapa ha sido un disfrute de bajada hasta Rijeka, embelesados con las vistas.
Este carácter tan abrupto de la costa hace que el puerto de Rijeka tenga mucha profundidad y permita que entren buques de gran calado. Es una ciudad de gran vocación marina. Y, al igual que Trieste, muestra en su esencia un pasado fraguado en un crisol de diversidad que le confiere un aire de ciudad abierta y acogedora aunque aquí se nota un mayor halo de decadencia, especialmente en muchos de sus edificios y en sus construcciones portuarias.

Nos quedaremos por aquí un par de días disfrutando de sus rincones, preparando el siguiente tramo de la ruta y, sobre todo, dejando descansar un poco a las piernas.